Hace muchos siglos, un samurai estaba casado con una mujer muy tímida,
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ellos tenían una hija pequeña.
Cuando ascendió un nuevo shogun,
el
samurai fue a la ciudad a rendirle homenaje. Al regresar a su hogar, le llevó a
su hija una muñeca de regalo
y a su mujer un espejo de bronce, objeto que ella
nunca había visto.
Al ver su reflejo, preguntó: “¿Quién
es esta mujer?”. Su marido, sonriente, le respondió: “¿No te das cuenta de que
este es tu rostro?”.
Por muchos años, la mujer tuvo
escondido el espejo, pues era un regalo de amor. Cuando ella enfermó le dio el
espejo a su hija: “Cuando no esté más sobre esta tierra, mira mañana y tarde en
este espejo, y me verás”.
La niña creía que su reflejo era su
madre. Ella le hablaba siempre, hasta que un día el padre la escuchó y le
preguntó qué hacía. “Miro a mamá. Fíjate, no se le ve pálida y cansada como
cuando estaba enferma. Parece más joven y sonriente”, respondió.
Conmovido, su padre le
dijo: “Tú la encuentras en el espejo, como yo la hallo en ti.